Foto, AP
Fidel Castro: de la Sierra Maestra a la batalla de las ideas
Stella Calloni
Un hombre en revolución permanente
Sentado, vestido deportivamente, como quien invita a alguien a su casa para una charla distendida, el comandante Fidel Castro Ruz tiene la misma fuerza inquisidora, inteligente y curiosa en la mirada, como aquella que vimos en fotografías, algunas de color sepia, en los días en que con otros muchachos barbudos bajó de la Sierra Maestra. Lo miro y no puedo dejar de verlo entrando a La Habana en enero de 1959, rodeado de sus compañeros de duros combates y de sacrificados días de guerra, montados en camiones desvencijados, levantando armas y banderas en las calles de la bella capital cubana y rodeados por un pueblo desbordado por la felicidad de la liberación. Una multitud que se movía en oleajes como el mar.
Fue esa la imagen que dio la vuelta al mundo y era esa la dirigencia revolucionaria que nunca perdió el rumbo en los 50 años de resistencia que es lo que en realidad se celebra en estos días en Cuba.
Es esa luminosidad de una revolución, que no han logrado desterrar ni los bloqueos, ni las bombas, ni el terrorismo, lo que se va a festejar austeramente, porque hay que reconstruir lo que los huracanes dejaron como tierra arrasada hace muy poco tiempo. Esta es una isla rodeada de aguas de cambiantes colores esmeraldas, a sólo 90 millas de la potencia imperial, que mantiene un sitio medieval de casi medio siglo. En realidad es un acto de guerra y terrorismo permanente, que nada ha logrado políticamente, a pesar de los daños temibles a ese país. Sólo hacer más rebeldes y dignos a los cubanos y cada vez más solidarios con la revolución a los pueblos del mundo.
En la Sierra Maestra. Foto tomada de: www-cgsc.army.mil |
Al final de los debates del importante Congreso- Taller sobre los 60 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, convocado por Cuba, un compañero, respetado por su historia y modestia, me invita a dar “una vueltecita” por La Habana, que en realidad termina sorpresivamente. Quien está sentado esperando en un lugar austero es el coman dante Fidel Castro.
Hace mucho más de medio siglo que comenzó su lucha contra la tiranía y sigue dando su batalla frontal contra el imperio. Lo veo preparado para otra dura pelea de ideas, de reconstrucción histórica y denuncias permanentes...
Miro a ese hombre sereno, de cabellos y barba encanecidos, que suavizan su rostro, mucho más recuperado que en fotografías recientes, y lo imagino –por un momento– cruzando un mar bravío con sus compañeros desde México a La Habana, en un barco, que, de acuerdo con todas las predicciones, no podría haber llegado como lo hizo, cargado y con 82 tripulantes. Después de un desembarco bajo brutal bombardeo, sólo volvieron a reunirse en la Sierra Maestra unos pocos. Allí se inició esa increíble guerra de liberación que derrocó a la dictadura de Fulgencio Batista y con ella el intento del imperio de quedarse definitivamente en Cuba. Fue la independencia definitiva lo que en realidad se logró aquel primer día de 1959.
Castro saluda de pie y su mano es firme. La última vez que lo vi, antes de su enfermedad, estaba con uniforme militar. Ahora, con su ropa de entrecasa se le ve más cercano y esto desarma toda formalidad. No será una entrevista. Me advierte sonriendo que él hará preguntas.
Todo transcurre como un río, la charla y ese deseo apasionado de saber detalles de acontecimientos y personas.
Quiere saber, por ejemplo, sobre Celia de la Serna de Guevara, la madre del Che, que fue para mí una amiga entrañable en aquel inmenso Buenos Aires de los años 60, cuando yo había llegado desde Entre Ríos. Castro se conmueve ante la descripción de la personalidad de Celia, culta, austera, tierna, de voluntad y pasión increíbles, sensibilizada ante cualquier injusticia. Todo lo lleva hasta el Che.
Foto: AP/ Handout |
“Ella tuvo una influencia indudable sobre el carácter y la formación del Che”, dice.
Conoció a Celia cuando llegó con su familia a La Habana poco después del triunfo de la revolución, para abrazar a un hijo que no veía desde hacía años. Ernesto Guevara, el joven médico, se había convertido en el Che, en el comandante de una revolución singular que sigue hasta hoy contra vientos y mareas imperiales. “Me impactó el rostro y la mirada de Celia” confiesa Castro.
Es sorprendente que esté hurgando en los pequeños detalles del pasado para escribir sus “reflexiones”, columnas de análisis de la actualidad, que serán recogidas por periódicos en todo el mundo. Me dicen que es muy riguroso y revisa palabra por palabra, ajusta el lenguaje y es perfeccionista en extremo.
Cada una de esas palabras tendrá peso en el mundo y él lo sabe. No es vanidad, sino una necesidad imperiosa de analizar acuciosamente para desafiar el perverso esquema de la desinformación y la mentira.
“Decir resistencia es decir Fidel y dirigencia revolucionaria, la que llegó de la Sierra Maestra y la que fue naciendo en el camino de la revolución”, me ha dicho sólo unas horas antes un viejo combatiente. Y sonriendo señala: “Fidel los sigue venciendo con palabras que ahora están en todo el mundo. Y hasta los enemigos deben reconocer su sabiduría y liderazgo.”
Apenas atino a agradecer al comandante sus comentarios sobre algunos trabajos e investigaciones (Operación Cóndor y guerras contrainsurgentes) y le digo que me ha dado un impulso extraordinario para seguir hurgando en las telarañas de una invasión silenciosa en nuestra América.
Con Stella Calloni. Foto: archivo La Jornada |
La contrainsurgencia informativa, el “terrorismo mediático” le preocupan mucho. Sabe que la información es hoy más que nunca un arma efectiva que se usa contra los pueblos y los gobiernos. Se mencionan los llamados “golpes suaves” y las conspiraciones que no dan descanso contra algunos países de la región.
Pero también de la enorme resistencia de los pueblos y América Latina va por delante en eso, con altibajos, porque “todo es perfectible” en el camino de la construcción de un mundo nuevo.
Es evidente que se siente muy orgulloso de su pueblo solidario, de los maestros, de los médicos, de to das aquellas mujeres y hombres que trabajan ejemplarmente por la vida en varios países de la región. De allí vamos saltando de un hecho a otro, recordando a mujeres extraordinarias como Fany Edelman, dirigente argentina del Partido Comunista, que participó junto a su esposo en la Guerra civil española. Le cuento que ahora a los 97 años, ella sigue asombrándonos con sus análisis, las historias de sus recorridos por el mundo, muchas veces junto a Vilma Espín, a la que admiró siempre. Sus conferencias son de una agudeza extraordinaria, tanto como la frescura de su mirada azul. Precisamente cuando escribo esto, Fany Edelman inauguró el Congreso del PC argentino de este año con un discurso sorprendente.
Hablar de Fany nos lleva hacia el revolucionario brasileño Luis Carlos Prestes, cuya historia extraordinaria de lucha está siendo estudiada en su país en estos tiempos de recuperar memorias, para no perder futuros. En 1936, cuando Prestes fue detenido después de una insurrección, su esposa Olga Benarios, judía alemana, fue entregada por Brasil a Alemania y asesinada en un campo de concentración nazi.
Luego se recuerda a otra mujer maravillosa, Gladys Marín, quien fue legendaria dirigente del Partido Comunista chileno.”Le hace mucha falta ahora a América Latina Gladys”, dice Castro algo apesadumbrado por el recuerdo. Esa misma Gladys que soñaba con “un socialismo arcoiris”.
Pide detalles sobre la invasión a Panamá, que este 20 de diciembre cumple 19 años y que el gobierno de George Bush (padre) llamó “Causa justa.”
Lamentablemente, dentro de la dinámica de tantos sucesos, a veces no nos hemos detenido lo suficiente en el significado que tuvo para América Latina lo sucedido en ese pequeño país donde se probaron armas que luego serían utilizadas en otras guerras que hasta hoy perduran.
Y surge el recuerdo del general Omar Torrijos, un hombre que luchó para terminar con el enclave colonial de la Zona del Canal y el Comando Sur y sus bases militares, las escuelas de contrainsurgencia que sembraron de tragedias a la región en el siglo XX. Me dice en un murmullo cómplice que alguna vez Torrijos estaba tan desesperado que estaba dispuesto a volar las bases e inmolarse: “Yo le decía que eso tendría resultados terribles para todos”, pero entendía la desesperación de “un hombre que ha soportado el colonialismo” tanto tiempo.
Con Raúl. Foto: AP |
En ese viaje en que se transforma la charla, también recuerda al ex presidente de Estados Unidos Jimmy Carter, que firmó el Tratado con Torrijos (para la entrega del Canal), y enfrentó una feroz campaña de los fundamentalistas en su país.
Nada se escapa a sus recuerdos. Lo conmueve pensar en los muertos de esa invasión a Panamá y en esas madres lanzando flores al mar para sus hijos. Recuerda que, en 1993, el general Manuel Antonio Noriega, llevado ilegalmente a Estados Unidos después de la invasión, fue llamado para que acusara a Fidel y Raúl Castro de narcotraficantes y lo dejaban libre. “Hay que reconocer que se negó”, dice. Hasta ahora Noriega continúa preso.
Y de allí retrocedemos a 1983 y parece como si una pantalla reflejara ante sus ojos el recuerdo de otra invasión, que también se ha olvidado. El 25 de octubre de 1983, Estados Unidos invadió Granada, una isla caribeña de 344 kilómetros cuadrados. Para eso inventó una supuesta “coalición” con algunos pequeños países del Caribe que prácticamente no tenían fuerzas armadas ni barcos, con las que Washington lanzó esta operación bajo el nombre de “Furia urgente.”
Recuerda Castro que “lanzaron los paracaidistas sobre el pueblo indefenso y trabajadores cubanos que estaban construyendo el único aeropuerto para que se pudiera llegar bien hasta la isla”. Un aeropuerto pequeño que existe hasta hoy. Los aviones bombardearon también el hospital, en una población que ni siquiera llegaba a 70 mil personas y que apenas estaba emergiendo de una situación colonial.
De alguna manera parece asociar lo sucedido en la pequeña isla, cuando una de esas conspiraciones que hoy están de moda desató una lucha interna en el gobierno de Maurice Bishop, el gran dirigente granadino que fue asesinado.
Esto sirvió para provocar “desorden interno” y justificar la invasión, que fue el anuncio de lo que vendría en Panamá seis años después.
Ahora mucho ha cambiado. Por esas mismas horas se desarrollaba una Cumbre del CARICOM en Cuba, que evidenció que también en el Caribe, como en toda América Latina, se entiende que la única salvación posible es la unidad.
Entre esas indignaciones justas, surge el recuerdo de Paraguay y su encuentro con el escritor Augusto Roa Bastos.
Aún lo emociona el relato sobre aquellos niños paraguayos que fueron los últimos defensores de su país, cuya población masculina fue exterminada. Una guerra de exterminio, en que bajo intereses bri tánicos se armó otra de las típicas coaliciones. Le llamaron la Guerra de la Triple Alianza y en ella participaron los gobiernos oligárquicos de Argentina, Uruguay y Brasil. Un exterminio que transcurrió entre 1965 y 1970.
Me doy cuenta que ese rápido recorrido por sucesos que conmovieron al mundo, o personas que han “iluminado” el continente, tiene que ver con el presente.
Por eso Fidel habla del dolor y la afrenta que significa el uso del territorio de una parte de Guantánamo, donde Estados Unidos convirtió sus bases en un campo de concentración brutal. Nos vamos a Venezuela y Bolivia, al presidente Hugo Chávez, a quien él no dudó en sorprender yendo a esperarlo al aeropuerto en su primer viaje a Cuba “allá por 1994”, cuando recién comenzaba a perfilarse como un líder político.
Y el presidente Evo Morales y el pueblo boliviano que emerge desde tantos siglos de resistencias y que ahora debe resistir golpe a golpe, día a día, los intentos de volver a robarle sus derechos recuperados. Y vamos tocando otros países y otras situaciones, en este nuevo mapa de América.
Foto: Korr,1960. Con el Che |
Reflexiona también sobre la sorprendente situación que se vive cuando las revoluciones comienzan a hacer justicia, y por primera vez llegan beneficios a los pueblos tan postergados siempre. “Cuando pasa un tiempo ya eso se incorpora como una conquista de la vida cotidiana.” De aquella admiración y asombro de los primeros tiempos se pasa a la costumbre. Ya está, ya se tiene y la revolución debe seguir dando pasos y a la vez resistir los embates de los que necesitan que todo esto desaparezca, porque para los poderosos la justicia de los pueblos es un mal ejemplo.
De todo se habla, de ese hilo que une tan dolorosamente las injusticias de un terrorismo mundial que no cesa, de las debilidades de organismos internacionales que no detienen la mano de la muerte, cuando se esperaba un mundo distinto para el siglo XXI.
Realmente lo que uno puede sentir es su enorme preocupación o angustia, porque la tecnología que debía salvar y ayudar al hombre “para la vida, es utilizada para la muerte y la dominación”. Se toma la cabeza entre las manos cuando habla de la depredación incansable del capitalismo que está destruyendo el Medio Ambiente, el hábitat del hombre. Y el hambre en el mundo parece dolerle en el pecho.
Entiende que hay un momento histórico único con posibilidades extraordinarias de transformación y liberación, pero también peligros inmensos.
“Tratan de llevar a una guerra cruel a países vecinos. Es gravísimo para el mundo lo que sucede entre Pakistán y la India”, comenta. Insiste en el pe ligro de estas “contrainsurgencias informativas”, que hacen su trabajo cotidiano sobre los pueblos, que paralizan y confunden, los dejan inermes y los llevan a participar en luchas estériles entre países y poblaciones que no son enemigas.
Como un hombre que ha vivido una de las experiencias más extraordinarias y creativas en el siglo pasado y lo que va de éste, sabe que se necesita la reflexión creadora, la unidad imprescindible de los pueblos. Miradas generalizadoras y fuertes, no aisla das solitarias e individualistas. Por eso Fidel Castro está analizando ahora cada detalle para cerrar bien los relatos de nuestra historia común.
“El camino siempre será difícil y requerirá el esfuerzo inteligente de todos. Desconfío de las sendas aparentemente fáciles de la apologética, o la autoflagelación como antítesis. Prepararse siempre para la peor de las variantes. Ser tan prudentes en el éxito como firmes en la adversidad es un principio que no puede olvidarse. El adversario a derrotar es sumamente fuerte, pero lo hemos mantenido a raya durante medio siglo”, ha dicho no hace mucho tiempo.
Ahora se informa cada día de todo lo que pasa en el mundo y escribe como un soldado de las ideas, es decir, con el arma de la palabra. Este tiempo de obligado sosiego le ha dado la enorme posibilidad de ser el único líder de una revolución y de una resistencia heroica y mítica contra un imperio brutal, que puede mirar en retrospectiva todo lo sucedido y abundar en detalles, como lo ha demostrado en el libro que recientemente escribió sobre Colombia; esos detalles que dan la verdadera luz a la historia universal.
Fidel Castro no descansa. En su retiro de trabajo nos entrega cada día un relato histórico, renovado y enriquecido para que los pueblos recuperen la memoria verdadera, sin subterfugios. Afuera, el pueblo cubano se prepara para comenzar un año festejando la revolución que llegó hace medio siglo para quedarse. Este hombre que no ha dejado de luchar desde su adolescencia nos enseña que la humildad es un destello maravilloso de la vida en revolución.
Mano firme · Hernández
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
El falso Juárez
de la derecha
Pedro Salmerón
So pretexto del bicentenario del natalicio de Benito Juárez, se publicó un grueso libro titulado Juárez y Maximiliano. La roca y el ensueño, de Armando Fuentes Aguirre, Catón . Según la contraportada y las “ primeras palabras ”, el objetivo del libro es la reconciliación “en el común amor a México”: debemos “aquilatar la grandeza de Juárez sin tildar de traidores a su contemporáneos”. Asegura el autor que busca comprender a los personajes en su contexto y no juzgarlos con los raseros del presente.
Sin embargo, brillan por su ausencia la reconciliación y la comprensión anunciadas. Lo que el lector encontrará es una repetición más –aunque se presenten como novedosísimas ideas muy viejas– de la historia tradicional de la derecha. Tenemos aquí a un Juárez al que conocemos bien: el de las escuelas de monjas, que tienen en común con el Juárez de la era priísta la misma simplificación maniquea de la historia, basada en la deshumanización reduccionista de los personajes y los procesos: para una, Juárez es el héroe de bronce; para la otra, es el traidor que puso a la patria en riesgo de desaparecer y la entregó a la influencia yanqui.
Si el objetivo explícito de Fuentes hubiese sido relanzar esa vieja historia, no faltaría a la verdad, pero el Juárez de su libro está en permanente contradicción con lo que promete: es un politiquillo ambicioso, un pésimo administrador; un gobernante radical, mentiroso, autoritario y vengativo; un personaje sin pizca de grandeza ni generosidad. Y, lo peor de todo, un traidor que entregó la patria a los yanquis, quienes lo sostuvieron en el poder.
Ese es el hilo conductor del libro, “el hilo negro”: cómo fue que los gringos se adueñaron de México gracias a los liberales. Primero, los gringos dieron el triunfo a los liberales en una guerra, la de Reforma, en la que la inmensa mayoría de los mexicanos era contraria al bando liberal. Más de veinte veces se repite esa especie de “la inmensa mayoría”, sin que se aporte ninguna prueba al respecto. Los liberales “dependieron casi absolutamente [de los yanquis] para triunfar”. “No cabe duda que Juárez y su partido pudieron obtener la victoria sobre los conservadores únicamente merced a la ayuda que recibieron de los estadunidenses”, otorgada a cambio de la traición perpetrada por Juárez y Ocampo, con el beneplácito de todo su partido. Porque casi todos los liberales quedan manchados, en una historia cuyas contradicciones internas son discretamente pasadas por alto (por ejemplo, Fuentes dice que en todas las batallas, incluso las anteriores a la intromisión gringa, los liberales contaron con la ventaja del número, olvidando su cantaleta de la “la inmensa mayoría”).
Mayor contradicción hay en culpar a Juárez de la intervención francesa, que causó él por un grave error político, “origen de otros siete años de destrucción y muerte para México”, para decir después que los conservadores trajeron a los franceses para “restablecer la paz entre los mexicanos” y “poner freno de una vez por todas a las ambiciones expansionistas de Estados Unidos”: un grupo de buenos mexicanos que advertían que los yanquis habían entregado el país a una camarilla de traidores, conspiraron para hacer de México una monarquía, aprovechando la pugna de Juárez con Inglaterra, Francia y España y, sobre todo, la Guerra de secesión estadunidense, que impediría por una vez que los yanquis decidieran nuestro destino.
Aquí es donde Fuentes reitera con mayor ahínco que no hay que juzgar a los hombres del pasado con los criterios del presente, argumento que usa para justificar a quienes invitaron al ejército francés y ofrecieron el trono a Maximiliano, pero nunca recuerda ese argumento cuando habla de Juárez, que estaba entregando la patria a los yanquis, que ningún mérito tiene ante la intervención, como tampoco lo tiene casi ninguno de los liberales, que son torpes o traidores o cobardes. Hay párrafos en que Fuentes muestra lo mismo su odio visceral por los liberales que su desconocimiento de nuestra historia, como puede verse en la parte relativa a la defensa de Puebla en 1863.
Y conforme avanza la intervención, Juárez casi desaparece, porque Fuentes habla de sus héroes, Maximiliano, Miramón y sus esposas. Son sus románticas, heroicas y generosas historias de las que se ocupa y, si aparece Juárez, es para reiterar que estaba entregando México a los yanquis, para recordarlo una y otra vez, hasta el cansancio. Nada tuvieron que ver los liberales en el fracaso del imperio; nada hizo Juárez desde julio de 1863, salvo clamar por la ayuda gringa, que finalmente llegó para acabar con la intervención. Sólo se habla de la resistencia nacional para mencionar armas y recursos gringos, otra vez, sin aportar pruebas.
El final del imperio de Maximiliano está lleno de actos cobardes y deshonrosos, cometidos por Juárez y los suyos. Sólo se salvan del “naufragio” y aparecen “con honor en medio de tantas escenas de deshonras” algunos liberales, como Mariano Escobedo y, por supuesto, Porfirio Díaz. A traición fue entregado Maximiliano a la vengativa inquina del inhumano Juárez, que violó sus propias leyes para cumplimentar a los yanquis y fusilar al valeroso príncipe. El triunfo de Juárez sobre Maximiliano no fue un triunfo de México sobre Francia, pues “lo cierto es que el triunfo correspondió a los Estados Unidos” y facilitó su dominio sobre nuestro país.
El final del libro nos permite sumar a la deshonestidad intelectual del autor, una de las mejores muestras, entre muchas, de su calidad como investigador. En el último párrafo afirma que “nadie pudo averiguar a ciencia cierta en qué papel, carta, discurso, proclama o manifiesto había dicho Juárez aquello de: El respeto al derecho ajeno es la paz [...] Quién sabe quién leyó la frasecita, le gustó y se la endilgó a Juárez.”
¿Así investiga usted, señor Fuentes? Permítame decírselo entonces: la “frasecita” está en uno de los documentos más significativos de la trayectoria de Juárez: el Manifiesto a la Nación , del 15 de julio de 1867, en que, de regreso a Ciudad de México, informa a los mexicanos que los poderes de la Unión volvían a establecerse en la capital; en que señala –como así fue– que se habían afirmado la independencia y la soberanía de México.
Pues bien, si esa es la reconciliación histórica que nos ofrece la derecha, no la queremos. Es tan falsa y alevosa como la reconciliación política que finge ofrecer esa misma derecha por boca de Felipe Calderón. No queremos su Juárez, no queremos el Juárez de Salvador Abascal y su hijo Carlos, que como secretario de Gobernación saboteó los festejos del bicentenario; el Juárez del Vasconcelos de fines de los treinta, a sueldo de los nazis. No queremos el Juárez del cardenal y del gobernador de Jalisco, como no queríamos tampoco al Juárez del bronce y los discursos huecos de lo peor del priísmo, encarnado en Mario Marín o Ulises Ruiz. Nos quedamos con nuestro Juárez, el de la historia, no el de las fantasías sin sustento de la derecha. Nos quedamos con el Juárez que hizo del nuestro un país soberano, derrotando a las fuerzas de la reacción y al invasor extranjero, y poniendo límites infranqueables al expansionismo estadunidense. Nos quedamos con Juárez.